Hace unos días Netflix estrenó una de las series más vistas en el mundo: Emily in Paris. Como su protagonista, también me mudé a vivir en esa ciudad, así que me intrigó bastante. Lo primero que pensé fue que iba a ser una serie idealizada y muy lejana a la realidad. De hecho, no fue bien recibida por los medios franceses, porque consideran que la parodia de sus personajes es extrema y está llena de clichés.
Si bien es verdad que los personajes aparecen caricaturizados, el escenario y las situaciones son bastantes cercanas a lo que me tocó vivir al principio, y me sentí muy identificada hasta el punto de reírme de mí misma en la mayoría de las escenas.

Hace tres años que vivo en París y los primeros meses fueron bastante lejanos al idilio que imaginaba. Mi primera gran sorpresa fueron los departamentos. Lo que cuenta la protagonista es muy real: ella vive en un quinto piso sin ascensor. En mi caso me tocó aún peor: estoy en un sexto piso por escaleras y, aunque terminé acostumbrándome, cada vez que me iba o volvía de viaje con valjas o que tenía que bajar y subir para lavar la ropa (tener un lavarropas en París es casi imposible, sobre todo por el tamaño de los departamentos) me quería morir. Además, encontrar un alquiler es casi una misión imposible, te piden muchísimos requisitos que a veces ni los propios franceses pueden cumplir. Existe tanta demanda que cuando se publica una oferta hay por lo menos veinte personas más esperando para visitar el mismo departamento.
La protagonista tuvo la suerte de que le consiguieran un espacio que está bastante lejos de ser una chambre de bonne (como citan en la serie), que sería algo así como el lugar donde viven las empleadas domésticas. Esos lugares en general no tienen más de 11 m2 y el de Emily es bastante más amplio. Reconozco que no me molestó demasiado la experiencia de habitar un mini departamento porque, como se muestra en la serie, París vive en sus terrazas (a diferencia de Argentina, se llama «terrazas» a las veredas). Los departamentos son tan pequeños que la gente prefiere reunirse en bares, tanto en verano cuando el clima acompaña, como en invierno y con calefacción en las terrazas.
Mi relación con el idioma y la gente también fue otro aspecto crucial. Cuando llegué apenas hablaba francés y hacía todos mis esfuerzos para comunicarme, pero me costó un año pedir un croissant en una panadería y que no me respondieran en inglés. Me resultaba muy difícil entablar una conversación porque no todos hablan inglés (al contrario a la serie, en donde todos los personajes principales lo hacen) y casi nadie conoce el español. Otro tema cultural es el tono: con el tiempo me acostumbré a hablar bajito, porque para los franceses es una falta de educación hablar muy alto, como se ve en un capítulo de la serie en el que uno de sus compañeros de trabajo le pide a Emily que deje de gritar. En mis primeros meses en París toda la gente me miraba cuando hablaba…
Y el tema de la pronunciación es tal cual lo muestran; por más que intentaba e intento pronunciar las palabras mejor, me resulta imposible llegar a la pronunciación perfecta. Con el tiempo y aconsejada por los mismos franceses, dejé de preocuparme: «No pierdas tu identidad -me dicen- es linda y te distingue». También, como le pasa a la protagonista, cuando tengo la oportunidad me hace muy feliz y me relaja usar mi idioma, porque se hace muy pesado hablar todo el tiempo en francés.
París es una ciudad un poco complicada, donde nada es tan fácil como uno lo soñó o se lo imaginó a la hora de tomar la decisión de mudarse. Aunque no me arrepiento y siento que todo valió la pena, sobre todo cada vez que camino por el río Sena, disfruto un café en Le Marais o recorro el museo Pompidou.